La crisis habitacional en Argentina afecta de manera profunda a los jóvenes, quienes no solo enfrentan sus dificultades materiales, sino también sus profundas implicaciones subjetivas. ¿Cómo la crisis habitacional transforma la subjetividad de nuestra época? ¿Los jóvenes de hoy desean un hogar propio? ¿Qué significa “tener un hogar” en tiempos de total precariedad e incertidumbre? ¿Cómo impacta la crisis habitacional actual en el sentido de comunidad y pertenencia? El capitalismo tardío nos lleva a cuestionarnos hasta qué punto los espacios que habitamos realmente nos pertenecen. Por Javier Alan Romero*, para Revista Distopía.
En Argentina 4 de cada 10 jóvenes de 25 a 35 años no pueden acceder a una vivienda y continúan viviendo con sus padres o abuelos. Así lo expresa un informe recientemente realizado por la fundación Tejido Urbano, en correlación con datos actuales del INDEC.
Esta cifra equivale a que unos 2,3 millones de jóvenes no pueden ni siquiera acceder a un alquiler, puesto que mencionar al día de hoy la imposibilidad de adquirir una vivienda propia resulta casi absurdo, en un contexto de precariedad crónica donde la dignidad de la vivienda ya no se discute, sino que más bien, se resigna.
Como una de las manifestaciones de esta generación, a la que podríamos denominar ensamblada, el plano habitacional se ve obligado a superponerse al de la generación preexistente, produciendo cambios en el plano subjetivo, entendiendo por subjetividad al campo de la producción singular y colectiva, sujeto a transformaciones socio-históricas. Es decir, el proceso mediante el cual se configura nuestra identidad individual y la de la sociedad, en el periodo histórico al que pertenecemos.
En este escenario socioeconómico, si algo nos recuerda el dicho popular “no tener un lugar donde caerse muerto” es que, incluso en las circunstancias más extremas, no todos los espacios valdrán lo mismo. En este sentido resulta diferente disponer del rincón más humilde, dando por hecho que lo percibimos como propio.
Si analizamos la situación desde la perspectiva de la clase media o media baja, podemos decir que “la gran mayoría”, mal que mal, tiene algún espacio donde vivir: un sustrato en el cual desarrollamos nuestras actividades diarias directamente relacionadas con la privacidad, como el descanso, la higiene, la alimentación, el sexo y el ocio. Si bien la calidad de estas actividades se ve progresivamente deteriorada por la disolución de los límites entre la vida personal y laboral, la convivencia forzada, y la influencia omnipresente de redes sociales y plataformas de entretenimiento, aún disponemos de este espacio, al que denominamos “hogar”. Pero, ¿cuál es la esencia que lo determina y en qué medida nos pertenece?
Según el antropólogo Marc Augé, el espacio difiere esencialmente del concepto de lugar, debido a la relación que vincula a este último con su identidad relacional e histórica. Una relación de lazos subjetivos entre el sujeto y el espacio, en un proceso continuo que los singulariza. Por consiguiente, un espacio que no puede definirse bajo una dimensión relacional e histórica, es considerado por el autor como un no-lugar: un espacio del anonimato por el que solo estamos de paso. Zonas efímeras, ahistóricas e impersonales, donde prima la uniformidad arquitectónica, junto a la del servicio que brindan. Proporcionando una experiencia notablemente similar e impersonal, sea que estemos en Centroamérica, o en el extremo más austral de Tierra del Fuego.
Aunque Augé, desarrolló la descripción de estos espacios a finales del siglo XX, cuando el furor de los hipermercados, los cajeros automáticos, estaciones de servicio y las cadenas de comida rápida invadían la ciudad, la hipótesis del autor descansa fundamentalmente, en que la sobremodernidad es productora de no lugares, como un fenómeno que crece y se reterritorializa en los aspectos más cotidianos de nuestras vidas, posiblemente de formas mucho más imperceptibles.
Si consideramos el déficit habitacional en términos generales, la esencia que hoy en día determina a los espacios que denominamos «hogares», no puede definirse bajo una dimensión relacional e histórica similar a la que gozaron generaciones anteriores. El potencial de convertirse en propietarios ha disminuido, diluyéndose a la condición de usuarios habitando transitoriamente espacios diseñados para el arrendamiento, a los cuales consideramos no-lugares o lugares que, por razones económicas o personales, no nos pertenecen, o nos pertenecen con un alto costo subjetivo.
Sujetos sin lugar: “un modo de producción de soledades”
Llegados a este punto, cabe preguntarnos: ¿realmente los jóvenes de hoy desean un hogar propio? Según datos recopilados por Tejido Urbano, entre 2020 y 2022, el Banco Central de la República Argentina realizó una serie de encuestas dirigidas a estudiantes de secundaria, con el propósito de educarlos en temas financieros. A pesar de que la mayoría de los encuestados reportó dificultades significativas para ahorrar a largo plazo, la vivienda emergió como el principal destino de dicho ahorro, incluso entre adolescentes.
No obstante, en un intento de capitalizar a su favor un derecho vulnerado, el capitalismo tardío ha sabido transformar esta carencia en una aparente ganancia de “libertades” en las que, según ciertos discursos, los jóvenes de hoy ya no aspirarían a ser propietarios, porque prefieren vivir viajando o priorizar otros consumos.
Si bien parte de estos dichos reflejan la subjetividad de la época, el hecho de que los jóvenes no prioricen la adquisición de un hogar, parece responder más a una imposición social, que a una verdadera elección aspiracional o volitiva.
En relación a lo que nos ocupa, al referirnos a un «hogar propio», no pretendo hacer una apología en aras a la propiedad privada. Más bien, refiero a un sentimiento de pertenencia emocional y subjetivo hacia un lugar en específico, a menudo compartido con una comunidad o grupo. Aunque esta abstracción no sería posible sin un bien tangible, poseerlo no garantiza un verdadero sentimiento de pertenencia.
Las dificultades para proyectar una vivienda propia o acceder a un alquiler de condiciones dignas y estables, dejan a ciertos individuos en una situación de desarraigo, sin un espacio definido al cual puedan identificar como propio, ya sea durante los años más vitales de su vida o de forma permanente. Algunos de estos sujetos forman parte de los casi ocho millones de argentinos que, según el censo vigente, alquilan en inmuebles de renta o de inversión.
Aunque este tipo de propiedades surgió en el siglo XVIII, impulsado por las migraciones y el crecimiento demográfico que acompañó la industrialización de las principales metrópolis, han alcanzado su máximo desarrollo y relevancia a nivel mundial, en el presente siglo XXI.
Desde sus orígenes, estas propiedades, conocidas en Sudamérica como conventillos o casas chorizo -esta última, más relacionada con el nivel de la clase media actual-, se destacaron no solo por su homogeneidad arquitectónica, sino principalmente por su alta rentabilidad como respuesta a la crisis habitacional de la época.
Si bien es poco lo que puede rescatarse de las precarias condiciones sanitarias que prevalecían en estos lugares, el arquitecto Jorge Ramos, en un artículo para Rumbo Sur, enfatiza “la solidaridad y la integración social de una cultura en plena formación”. Según su análisis, en estos lugares convivían diversas culturas en un crisol de lenguas, música y gastronomía, en un ambiente de intenso trabajo y frecuente algarabía.
Como hemos observado, la crisis habitacional actual, no es en sí misma una novedad histórica, radicando en su dimensión subjetiva, la novedad en su versión posmoderna. A la precariedad material ya existente, se le suma un proceso de despersonalización, donde la singularidad del individuo es erosionada por la imposición del aislamiento e individualismo, adoptando en sus diseños, formatos mucho más cercanos a una arquitectura hostil.
Los lugares se fragmentan en espacios más pequeños, reduciendo el presupuesto de todo tipo de instalaciones, con el fin de maximizar la rentabilidad por metro cúbico. Esta tendencia prioriza el beneficio económico en detrimento del bienestar de quien la habite, resultando en espacios jamás concebidos para ser habitados plenamente, sino más bien para ser ocupados de forma transitoria, hasta que otro inquilino de reserva lo reemplace.
Si sumamos las insólitas y alienantes condiciones contractuales que se exigen para acceder a estas viviendas, se nos presenta un modelo de espacio estéril para fomentar lazos persistentes y mucho menos afectivos. Este desalojo de la singularidad, no solo produce efectos de las puertas para adentro, sino que también se extiende a su entorno, afectando a la comunidad y a los vecinos.
La brevedad de los contratos -con la posibilidad actual de renovarse cada dos años- poluciona las redes sociales circundantes, debilitando la construcción de vínculos auténticos, que rara vez trascienden comportamientos paranoicos, gestionados para combatir la presunta inseguridad del barrio, de la que solo resulta una auto-vigilancia donde, ante una verdadera demanda de auxilio, prevalece la actitud de «mejor no meterse«. En este contexto, y siguiendo las palabras de la psicóloga Ana María Fernández, este fenómeno parece ser otro indicio de que “el capitalismo actúa como un modo de producción de soledades”.
Lugares sin sujeto: “Esa no es tu casa, ese ya no es tu lugar”
La canción “4 AM”. de la banda Babasónicos, sugiere la esencia del desapego al hogar familiar, como una sensación que se presenta de manera abrupta. Esto se refleja así en su letra: “Te despertaste con la extraña sensación de que ya no pertenecías, a la decó de adolescente habitación y a los fantasmas de otras vidas”, afirmando a continuación: “Esa no es tu casa, ese ya no es tu lugar, huye conmigo, abandona a los demás”.
Aunque la obra evoca la plena adolescencia y su habitual desencanto con los modelos de autoridad parentales, también presenta la urgente necesidad de encontrar un lugar propio, en el cual algo nuevo pueda inscribirse.
Para muchos jóvenes adultos de la generación actual, esa “extraña sensación” de ya no pertenecer al entorno, o directamente al hogar familiar en el que han vivido durante toda su vida, va más allá de la adolescencia y se convierte en una frustración persistente en su realidad cotidiana, de la que evidentemente evadirse no es tan sencillo. Pero, ¿sigue siendo ese espacio verdaderamente su hogar, o ha dejado de serlo?
Este fenómeno se enmarca dentro de un escenario en el que un nuevo conjunto de imperativos, arremete a los valores preexistentes promoviendo un enfoque cortoplacista que, paradójicamente, mantiene una obsesiva proyección hacia el futuro. Las aspiraciones tradicionales, como la formación de una familia, han sido relegadas en favor de metas como la obtención de un título universitario, o el desarrollo y la independencia personal. Se instauraron, así, como los imaginarios o promesas aspiracionales de toda una generación con un enfático acento en la autoexigencia y en el rendimiento.
No obstante, en un contexto marcado por la flexibilidad laboral, el desempleo y la disminución del poder adquisitivo, estos ideales -aun reconociendo el valor de sus conquistas- han demostrado ser inadecuados en la relación entre el esfuerzo invertido y la recompensa esperada, prolongando de manera indeseada la estadía de los hijos en el hogar familiar hasta poder finalizar sus estudios, o directamente, llevándolos a edificar sobre los cimientos de sus propios padres. Muchos otros residen en las antiguas casas de sus abuelos, tíos o suegros, generando una variedad de situaciones que dependerán de las capacidades económicas heredadas o de las urgencias fortuitas, como la llegada de un hijo.
En la dinámica de este acoplamiento, el intercambio generacional -que normalmente facilita una transición fructífera de valores, tradiciones y costumbres- resulta subjetivamente aplastado, produciendo una dislocación entre los sujetos, el lugar y su representación afectiva. Se genera, entonces, un espacio de tensión intergeneracional y de ambigüedad identitaria, donde las expectativas sobre la vivienda se encuentran en constante revisión, junto a su noción de pertenencia.
Los lugares así, desprovistos de sus sujetos singularmente presentes, se conservan casi inalterados en contraste con los cambios naturales que experimentan los individuos con el paso del tiempo. Son ocupados por lo que en este caso, muy apresuradamente, podríamos juzgar como “no-sujetos”, quienes, al estar solo de paso, preocupados por su futuro y limitados económicamente, se ven impedidos de apropiarse plenamente de dichos entornos, para plasmar en ellos su identidad subjetiva. Esta identidad, a su vez, se encontrará amenazada por el estancamiento de los roles familiares, perpetuados por la condición de convivencia o de interdependencia económica sostenida, inclusive en la distancia.
Como señalé, lo realmente innovador aquí, no radica en el hacinamiento, ni en la convivencia entre familiares o familias, fenómeno con una larga trayectoria histórica. Sí se destaca como una nueva problemática la coexistencia de individualidades subjetivas, moldeadas por una lógica de producción y de consumo capitalista, que estandariza y racionaliza las formas sociales y culturales, “McDonalizandola” en términos de George Ritzer.
Un hogar solo para clientes
¿Quién no se ha visto obligado a consumir algo innecesario, solo para cubrir una necesidad básica, como acceder a un baño o conectarse a una red Wi-Fi? Rodolfo Livingston, en una entrevista en Hora Clave, señala con precisión: “no se puede desligar lo que ocurre en el micro del macro; desde el poder se impone la imagen de un país solo para clientes”.
Con una gran vigencia en el contexto actual, observamos que el acceso a la vivienda se ha reducido a una condición de «usuario», donde la identidad personal se diluye y se equipara a la de un cliente, cuya validez dependerá de su capacidad de consumo, de la que se derivara siempre una capacidad de producción.
En este sentido, hemos desarrollado dos modalidades claves a través de las cuales. creemos, se manifiesta el vaciamiento identitario, soslayado en el contexto del déficit habitacional y económico concreto, sin que la combinación de ambas formas sea excluyente.
En el primer caso, de acuerdo con los desarrollos teóricos de Marc Augé, los sujetos transitan por “no lugares”, definidos como espacios de tránsito y anonimato, desprovistos de identidad y de relaciones sociales significativas. En el segundo, como consecuencia directa de la alienación de los primeros, y su tendencia hacia la uniformidad, se puede conjeturar de forma aventurada el surgimiento de una nueva entidad desubjetivadora, encarnada en los «no sujetos», estrechamente vinculada con la figura del consumidor.
Para estos individuos, la creciente homogenización de su entorno y de su singularidad, en el contexto de una sociedad del rendimiento, dificulta el surgimiento de una simbiosis o la impresión de una huella duradera en aquellos lugares que perduran en el tiempo, en términos singulares.
En cuanto a los ejemplos más concretos que se han desarrollado, huelga decir que muchos individuos logran alquilar sin mayores conflictos en lugares agradables, o bien, que lógicamente comprar un terreno y construir una casa se facilita en áreas menos pobladas. Sin embargo, al considerar las condiciones bajo las cuales en muchos casos se sostienen estas posibilidades, se revela que el desalojo de singularidad también puede escabullirse mediante otros circuitos de dependencia, como la necesidad forzosa de compartir gastos con la pareja -ambos trabajando, a diferencia de épocas anteriores- o el mantenimiento de uno, dos o hasta tres empleos, que exigen más horas de trabajo de las que uno puede disfrutar en su propia casa.
Como hemos observado, incluso antes de considerar nuestra eventual llegada a la vejez, las contingencias inherentes al capitalismo tardío nos enfrentan, quizás más que nunca, a la constante amenaza de perder nuestro espacio habitacional. Entre estas contingencias, se incluyen enfermedades, accidentes incapacitantes, la pérdida del compa de alquiler, así como conflictos intrafamiliares o de pareja. Pero ante todo, más profundamente, a la imposibilidad del desarrollo de un verdadero sentido de pertenencia, como un fenómeno compatible con diversos procesos sociales, en los que se incluye la inequidad en la educación, la mercantilización del arte y la comercialización del deporte, como diversos frentes mediante los cuales se nos despojan sistemáticamente de nuestra singularidad, tanto a nivel individual como colectivo.
* Sobre el autor
Soy Javier Alan Romero. Oriundo del Conurbano Bonaerense. Licenciado en Psicología (UBA), con una fuerte afición por la lectura, la música y las plantas. Soy nocturno egosintónico y mi mayor miedo es que se me rompa la heladera.
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