De siesta en una reposera bajo la sombra de un sauce. Se carga el aire sonámbulo en que la neblina de madrugada aplasta la superficie del agua. Con mucho del jaspeo del lomo que el pelaje de los animales desarrolla para adaptarse. Mímesis entre cuerpo y medio ambiente, Hernán Ronsino mezcla paisaje sonoro y visual y personaje y acción con el lector en una cápsula resistente que viaja. Su literatura anda por donde la sombra de nuestros miedos cotidianos juega a la escondida con nosotros mismos. Abreva ahí, donde termina encontrándonos. A veces colgados entre ramas altas, calcinados, y otras envueltos en el olor a naftalina y polvo al fondo de los placares, temblando. Un libro al que podría haber titulado Nueve cuentos, como el de Salinger, por algunos pasajes que hay entre uno y otro texto, casi sin que nos demos cuenta, pero sobre todo por las dinámicas que logra. El manejo de los increcendos, el recorrido de una zona gris del alma humana medio onettiana, pero con mucha menos violencia. Con la entrega de Ronsino y las emociones calibradas al temple de cada personaje. En claves también que abren interrogantes, que van más o menos revelándose. Reverberaciones que hacen del cuento un hechizo pequeño y lleno. De trucos, de subterfugios, de un swing que pone de nuevo a bailar las palabras, provisto de una artesanía delicada. Aquí está. Y es coetáneo. Otro enorme de la literatura argentina que hoy patea las calles de Buenos Aires. Por Andrés Manrique (ANRed)
En poco más de 100 páginas Hernán Ronsino nos pasea por lo mejor de la literatura argentina de los últimos 70 años. Trabando sentido y procedimientos, perviven el rigor objetivista del mejor Saer en el primer cuento: “La tormenta”, la condensación de Rodolfo Walsh en “La curva”, la potencia escénica de Onetti en “Pie sucio”, la dulzura de Haroldo Conti en “Caballo”, el erotismo de la distancia que supo abordar Cortázar en “El origen de la tos”, la sagacidad feroz de Abelardo Castillo en “Febrero”, el cross a la mandíbula de Arlt, la observación minuciosa de Sara Gallardo en “Y a los perros también”, la aventura entre amigos de Humberto Constantini en “Caballo”, la fragilidad del amor a lo Liliana Heker en Zona de Clivaje. Toda una furiosa herencia a la que se suma el autor de Glaxo pero también de Cameron, de Lumbre pero también de Una música, pasando a formar parte de los mejores escritores argentinos. De un canon que ya no da más, desde el que se siguen contando las dichas y miserias del hombre y la mujer de la ciudad y el campo.
En el libro que Eterna Cadencia acaba de lanzar, los nueve cuentos trabajan con componentes inflamables como el desamor, la costumbre, la alienación, el deseo, el recuerdo, la traición, todos nutrientes de sus personajes. En “Pie Sucio”, la desgastada pareja vuelve a aparecer en “Febrero”, arrastrada por una costumbre atada a la comodidad que los va venciendo poco a poco, tal y como pasa también en Los ladrones. Sus personajes no están para nada dispuestos a jugarse, ni a entregarse a la aventura; la aventura es un accidente para ellos:
“…hasta que entró Mejía borracho, se sacó los zapatos en la oscuridad y se derrumbó en su cama. Cuando se puso a roncar, Greta y Tomaso reanudaron la batalla. Esa, se podría decir, es la escena más osada en la vida de Tomaso: los gemidos de Greta en la pieza oscura, el cuerpo de Mejía hundido en su propio sueño y los truenos.”
Sus personajes comen al borde del empacho. Se sienten mal y eligen peor. Han visto a lo lejos el tren, lo tuvieron en sus narices detenido en el andén, les sobró el tiempo para subir. Podrían haberse ido para romper la inercia de la quietud. Sin embargo, desde que apareció a lo lejos, algo en ellos supo que lo iba a dejar pasar. Y lo hicieron. No se suben, no se van, insisten en quedarse. El vacío los mantiene cautivos como un vértigo infrenable.
De nada vale enumerar los temas, y no por subestimar las tramas o ignorarlas, sino porque más allá de cuestiones de fondo, el ritmo narrativo nos sumerge antes que podamos darnos cuenta. ¿Este ritmo será herencia del personaje de Una Música, el libro anterior de Ronsino -también editado por Eterna Cadencia- donde el personaje principal es un pianista al que para nada le interesa serlo? ¿De allí provendrá la musicalidad y el tempo?
Caballo de verano sostiene esa musicalidad. Las dos partes del libro funcionan como los lados A y B que tienen los casetes. Cada cuento es una especie de canción que suena de manera autónoma y, a la vez, genera un efecto de conjunto: “Mantén el ritmo todo el tiempo. Que no seas baterista no significa que no tengas que hacerlo” le dijo Thelonius Monk a uno de sus músicos, y pareciera ser que el escritor, oriundo de Chivilcoy, lo aplicó al pie de la letra.
Con algunos cambios en cuatro oraciones de su cuento “Los Ladrones” quedamos en condiciones de rozar su literatura: “¿Qué cosa le llamaba la atención a la alemana de Tomaso? Su silencio. Tomaso decía las palabras justas. Y eso a Greta la equilibraba, le despertaba una excitación fuera de lo normal.” Si usamos la palabra “lector” en lugar de “alemana” y de “Greta” y sustituimos “Tomaso” por el apellido del autor; quedaría: “¿Qué cosa le llamaba la atención al lector de Ronsino? Su silencio. Ronsino decía las palabras justas. Y eso al lector lo equilibraba, le despertaba una excitación fuera de lo normal.”
La literatura, antigua trampa, promueve las modulaciones del silencio, porque si algo tienen estos cuentos, sin excepción, es la capacidad de formular distintas hipótesis de silencio. Un silencio que desnuda el decir, que continúa por otros caminos cuando se cierra el cuento. Otro que queda en el ambiente cuando la acción se detiene. Porque en la escritura de Ronsino, el silencio es pausa e intervalo, al mismo tiempo. Intervalo como distancia tonal que da lugar al acontecimiento, allí donde la imaginación sigue construyendo.
La subdivisión rítmica, propia de cada escritor/a, de su respiración, goza de partículas singulares en Ronsino. Estas partículas producen el ritmo alucinatorio que nos sumerge en el sueño lúcido necesario para que la historia crezca como una experiencia mucho más que vicaria. Como una experiencia donde nos ponemos en juego a la par de personajes que consiguen abordar parte de nuestro reino, para hacernos sentir tan solos como antes, pero a la vez acompañados.
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