Los habitantes de las ciudades están lanzados a experimentar riesgos, tensiones y pulsiones, y la lógica extractiva los exacerba con el suelo como bien de negocio y modelo de acumulación. El proceso de «gentrificación» es su lógica perversa y expandida a nivel mundial: reconvertir en negocio para las clases altas las tierras abandonadas de las clases populares, con su consecuente expulsión o segregación. Por Rodrigo Javier Dias* / Agencia Tierra Viva.
Habitar las ciudades es, innegablemente, un desafío complejo. La multiplicidad de problemáticas emergentes de estos espacios poblacionalmente densificados y estructuralmente saturados convierte a sus habitantes en una suerte de conejillos de indias que, a diario, son lanzados a experimentar en contra de su voluntad todo tipo de riesgos, tensiones y pulsiones. Estos urbanitas, habitantes de estas ciudades hipermodernas, son el producto —así como lo fueron aquellos que inspiraron a Georg Simmel a delinear su sujeto urbano modélico— de un nuevo quiebre de las relaciones socioproductivas, que reorientó la existencia misma hacia la exacerbación del consumo.
Este endiosamiento del consumo como estructurante de la sociedad no es casual, sino que es el reflejo de la expansión y el perfeccionamiento de las dinámicas de acumulación promovidas por el capitalismo neoliberal globalizado, que supieron abrirse camino hacia todas las dimensiones plausibles de generar ganancias, incluso sobre la vida misma.
En este sentido, pensar las ciudades como territorios de acumulación no solo se vuelve posible, sino que resulta cada día más visible y acuciante bajo las lógicas del extractivismo urbano. Dentro de estas, la gentrificación —el desplazamiento de habitantes pobres por parte de clases medias o altas que intervienen en tierras antes abandonadas— es la lógica que emerge como la de mayor circulación y verbalización, al punto de convertirse en una faceta más del paisaje urbano global. Sin embargo, su existencia ha trascendido la mera noción de proceso, emergiendo a la vez como imaginario, como amenaza y, en lo que respecta a la Geografía, como obstáculo.
De los extractivismos al extractivismo urbano
A inicios del siglo XXI, nuestra región terminó por normalizar la intensificación de los procesos de apropiación de recursos naturales como única alternativa accesible e inmediata de generar ingresos, que sostuvieran los mecanismos de redistribución progresiva. Esta redistribución, que venía —como sucedió en Argentina— a intentar recuperar y estabilizar mínimamente los salarios y, por consecuencia, el poder adquisitivo de una sociedad golpeada por el experimento neoliberal desindustrializador y privatizador de Carlos Saúl Menem, se cimentó a partir del proceso de reprimarización iniciado a partir de esos mismos años noventa. Encontró, mediante la inyección de capitales mixtos y una renovación tecnológica profunda, la panacea que le permitió a nuestro país poner freno a su caída libre económica iniciada allá por los años setenta.
No obstante, esta reconstitución parcial de los indicadores macroeconómicos tuvo (y tiene) dos efectos colaterales fáciles de legitimar, pero difíciles de enmascarar. Por un lado, la violencia desatada contra la naturaleza y el ambiente —traducida en contaminación y agotamiento del recurso y su entorno— y el daño social irreparable —identificable en las enfermedades, la pobreza, la desigualdad y los desplazamientos forzosos para sus habitantes—. Por el otro, la cesión de recursos y capitales hacia terceros, que acaparan el grueso del capital extraído mientras nuestro país recibe apenas migajas. La legitimación, por supuesto, viene abrazada al “no hay alternativa”, latiguillo preferido del neoliberalismo expresado hace más de cuarenta años por Margaret Thatcher: progreso, desarrollo, empleo, riquezas, todas promesas futuras a cambio de sacrificios presentes.
Recordemos que para hablar del concepto de «extractivismo» debemos pensarlo desde una perspectiva que involucra apropiación de un recurso, gran volumen o elevada intensidad como resultado de su extracción, escasa o nula transformación en su tránsito y un destino extranjero para su comercialización. De allí que la soja, el litio o los hidrocarburos estén involucrados dentro de esta dinámica.
Por lo tanto, la dificultad para enmascarar los procesos extractivos reside esencialmente en la fragilidad de su semántica: una actividad cuyo desarrollo destruye ambientes, paisajes y comunidades dejando detrás mayores tensiones y desigualdades no puede esconderse detrás de yeites trillados.
En paralelo al despliegue de los extractivismos “tradicionales”, el capitalismo exploró y encontró nuevos territorios sobre los cuales pudiera extender sus tentáculos de la acumulación. A partir del siglo XXI y con mayor celeridad en la última década y media, el sistema se volcó de lleno a consolidar un extractivismo expandido que fuera mucho más allá de su habitual voracidad sobre los recursos naturales y las actividades agrícola-ganaderas en todas sus expresiones y especies “finamente” seleccionadas.
De esta forma, las plataformas digitales de streaming, las redes sociales, los servicios de internet, televisión por cable y telefonía móvil, los videojuegos, las producciones culturales y hasta el mismo conocimiento se convirtieron paulatinamente en objeto de la actividad extractiva. Pero existe una dimensión más, cuyo peso específico —si bien siempre se mantiene a la zaga de los mencionados extractivismos tradicionales— se vuelve de consideración si pensamos que su impacto es crucial para el mero habitar: el extractivismo urbano.
¿De qué hablamos cuando hablamos de extractivismo urbano?
No es novedad que las ciudades siempre fueron un espacio ideal para hacer negocio. Allá lejos y hace tiempo, cuando los vapores y la contaminación de la brutalmente desigual Manchester se erguían como reflejo del progreso, testimonió Friedrich Engels un encuentro con un buen señor burgués que le comentó, entre risas, como aún en una ciudad en donde el hacinamiento, la enfermedad y la pobreza eran denominador común, las alternativas existentes para “hacer negocios” se podían encontrar en cualquier esquina.
La existencia de ventanas, baños, los metros cuadrados, la segmentación y la orientación de las piezas eran elementos que influían directamente en el valor del alquiler para la clase obrera. En simultáneo, la posibilidad de contar con el dinero suficiente para asegurarse un techo durante todo el mes era un bien escaso y poseer uno propio, cuestión de otra clase. Esa otra clase era la que, con exceso de habitaciones y viviendas para arrendar, acumulaba cada vez más dinero, mientras las almas que alimentaban el motor del capitalismo se desahuciaban sobre fardos de paja pensando en cómo sobrevivir un día más.
La segregación socioeconómica de la Manchester industrial podría, con algunas ligeras modificaciones, trasladarse hacia cualquier ciudad latinoamericana contemporánea. Casi doscientos años después de que el compañero de Karl Marx registrara la situación de la clase obrera en Inglaterra, el desarrollo tecnológico de la humanidad ha permitido que las ciudades se reconviertan y densifiquen, aunque no han logrado resolver sus problemas crónicos. Lo que sí han logrado, paradójicamente, es encontrar la forma de continuar generando ganancias aún cuando el perfil urbano parece indicar lo contrario. Esa magia, ese fetiche que convierte cada centímetro cuadrado de ciudad en un potencial espacio de acumulación, es lo que podríamos denominar extractivismo urbano. Pero dejemos la metáfora de lado.
Es por todos sabido que los núcleos urbanos fueron el germen del crecimiento de las grandes ciudades. Los centros y microcentros de estos espacios guardan consigo un valor simbólico, histórico, arquitectónico y, más recientemente, turístico. En torno a ellos se fueron expandiendo y habitando los espacios, rellenando y cubriendo, poco a poco, las distancias hasta colmar cada una de sus calles. Luego, acorde a las posibilidades, fueron creciendo en altura. Y así conformados, se proyectaron en tiempo y espacio. Uno transita, observa la ciudad con ojos de paseante y entiende que más de lo que hay no podría haber.
No obstante, no todos piensan así. En espacios ya construidos, ¿cómo poder incrementar las ganancias? ¿cómo poseyendo la propiedad de una casa de familia o una propiedad horizontal puedo generar una mayor rentabilidad? La respuesta puede ser más simple: reemplazando una única casa por varios pisos. Varios departamentos. Torres. Locales comerciales. Franquicias. O todo ello en simultáneo.
Hablar de extractivismo urbano es, en resumen, hablar de un proceso de maximización del uso del suelo disponible, por valor y por densidad, cuyas consecuencias son similares a las de los otros extractivismos: despojo, desplazamiento y segregación. También una huella ecológica, que es hábilmente transferida hacia el Estado, conflictividad y, por supuesto, acumulación de grandes montos de capital y activos en manos de unos pocos actores que además, especulan y forman los precios, aun si eso implica que no estén habitadas.
La verticalización o densificación —el boom en altura de las ciudades, principalmente en las grandes e intermedias—, la turistificación, la marketinización y el branding urbano son solo algunas de las alternativas que se despliegan dentro del enorme abanico de posibilidades existentes para transformar perfiles y espacios urbanos en territorios de acumulación. Y entre todos ellos, uno se ha convertido en el reflejo por excelencia de este proceso, aunque su materialización conlleva tantas realidades como mitos y conflictividades inherentes: la gentrificación.
La gentrificación como proceso
Sesenta años han transcurrido desde que Ruth Glass acuñara, en 1964, el concepto de gentrificación como la mejor expresión posible para identificar las dinámicas de desplazamiento y renovación del centro urbano de Londres. La socióloga alemana, haciendo uso del vocablo inglés gentry —que originalmente servía para representar a la alta burguesía y la baja nobleza— supo apreciar cómo en estas áreas, deterioradas y tradicionalmente habitadas por obreros de clase media-baja y baja, iban siendo de a poco intervenidas y renovadas, teniendo como consecuencia directa de ello el desplazamiento de la población que habitaba estos sectores y su reemplazo por las clases altas: la llegada de una nueva y contemporánea gentry que, al menos, en apariencia cambiaría el perfil integral de la ciudad.
Esto podría representar, a grandes rasgos, la expresión territorial del proceso de gentrificación: un área deteriorada, desvalorizada o directamente abandonada que es puesta en valor mediante dinámicas de renovación urbana. Estas dinámicas, a su vez, habilitan la llegada de un nuevo contingente poblacional que se instala en estos espacios constituyéndolos y constituyéndose como expresiones de segregación espacial y económica intraurbana, representantes de una clase cuyo poder adquisitivo (innegable) y status sociocultural (debatible) ocupará los espacios, territorios y lugares de sus antiguos pobladores, desplazados sutil pero forzosamente hacia otras áreas. Una lógica perversa, pero que se observa tan aceitada como expandida.
Es imposible negar que la gentrificación se convirtió en las últimas décadas en el motor de los procesos de acumulación y segregación de los espacios urbanos. Las grandes ciudades europeas fueron las primeras en poner de manifiesto las urgencias de repensar el desarrollo urbano y cuestionar las atribuciones de los grandes grupos inmobiliarios, puesto que en su voraz carrera por la generación de ganancias estos actores favorecían el despliegue de dinámicas carentes de toda ética, moral y humanidad para con aquellos que se veían obligados a migrar. Sin embargo, y al igual que el amplio abanico de actividades extractivas, el fenómeno continuó y continúa extendiéndose sin encontrar demasiadas barreras.
De la cafetería boutique a la conflictividad social
Tres cuestiones que son de vital importancia para comprender la magnitud y la complejidad del fenómeno de gentrificación:
En primer término, la emergencia, consolidación y expansión de los grandes actores inmobiliarios. Vinculados en su mayoría con el arco político en sus distintos niveles, estos tienen un amplio margen de acción y decisión, como así también gozan de beneficios y concesiones que difícilmente puedan replicarse en cualquier individuo. Su posicionamiento además les permite constituirse —en conjunto— como un grupo capaz de influir en el valor del metro cuadrado, en el precio de los alquileres e incluso en el rumbo de los desarrollos complementarios que acompañarán su emprendimiento.
Esta sinergia de acumulación no se circunscribe a los espacios urbanos, por supuesto. Si bien podría ser objeto de un capítulo aparte por su longitud, es necesario recordar que el radio de acción de estos actores trasciende todo tipo de límites y se inserta en otros espacios menos desarrollados y más accesibles para su caudal de capital disponible, para replicar su accionar. Haciéndole honor al geógrafo David Harvey.
Acumular para desposeer en un sitio, saturar y cuando el margen de rentabilidad amenaza con decrecer, trasladar el excedente hacia otros horizontes donde pueda este pueda ser más efectivo. Acumulación por desposesión y ajustes espaciales siendo apreciados en su nacimiento y desarrollo sin irse muy lejos: en vivo y en directo en CABA, en Buenos Aires, Río Negro y Chubut, (por solo mencionar cuatro recortes) hoy nos es posible ver como grandes áreas son adquiridas, construidas, revalorizadas —a veces hasta niveles increíbles— y luego comercializadas, punto final del proceso al que pocos pueden acceder. Esta acumulación continua no hace sino replicar y perpetuar las dinámicas de acumulación y exclusión hasta el hartazgo.
En segundo término, las actividades asociadas. Una revalorización del espacio urbano con su consecuente reemplazo poblacional no podría darse sin la emergencia de actividades y espacios complementarios, dispositivos de consumo anexos a los desarrollos inmobiliarios que en su individualidad extraen y en su conjunto valorizan la calle, la manzana o el barrio. Desde la aparición de franquicias comerciales —en un amplio rango que incluye marcas de indumentaria, gimnasios, restaurantes, librerías y cafeterías, por mencionar algunas—, hasta la recuperación y promoción de sitios simbólicos (no necesariamente históricos) destinados a actividades turísticas. Cada una de estas expresiones materializa sobre el espacio un plus que legitima el valor diferencial, a la vez que transforma el espacio urbano en un archipiélago de espacios de consumo.
En tercer lugar, la inevitable emergencia de problemáticas ambientales y conflictividad social. La densificación y verticalización del espacio urbano trae consigo un repertorio de complicaciones indeseadas, tales como el incremento de la demanda energética, el consumo de agua, la generación de basura, el problema de los espacios destinados a estacionamiento, el tráfico, la congestión y saturación continua de los espacios comunes. Y la que quizás pueda erguirse como la peor en función de un planeta que no hace más que recalentarse: las islas de calor, un fenómeno derivado de la abundancia de estructuras cuya absorción de calor y posterior liberación genera no solo temperaturas diferenciales a las de las áreas periféricas, sino además una temperatura sustancialmente más elevada durante la noche, cuya única solución implica una mayor demanda energética en concepto de refrigeración.
La conflictividad social, en paralelo, surgen por diversas cuestiones. Un factor está representado por la paradójica imposibilidad de acceder a una vivienda —en alquiler, es anecdótico pensar hoy en su posesión— en un perfil urbano en donde el principal excedente es, precisamente, la oferta habitacional. Otro factor promotorde conflictividad es derivado del hecho de que la consolidación de espacios elitizados y/o turistificados los convierte en puntos calientes para las actividades delictivas en su infinidad de expresiones.
También las tensiones críticas de una ciudad que se presenta tan densificada como saturada es factor de conflictividad: no en vano cuando se analiza los espacios urbanos uno de los factores que emerge es esa sensación de hastío, de malestar continuo, retroalimentada por la propia coyuntura.
Finalmente, el último factor a considerar es la fragmentación y segregación multidimensional que se cierne en torno a estas áreas. Desde lo económico hasta lo social, estos espacios gentrificados se perciben como porciones de ciudad sin sentido de pertenencia, como esa figura que no coincide con la secuencia y cuya existencia altera las percepciones y los imaginarios espaciotemporales de aquellos que las habitan, los obstaculiza. Un área gentrificada y habitada por las clases más altas disponibles se presenta —como el caso de Puerto Madero en la Ciudad de Buenos Aires— como un cuerpo extraño dentro de la hiperpoblada solución de continuidad que es la capital argentina.
(*) Rodrigo Javier Dias es profesor de Geografía, licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales y maestrando en Sociología Política Internacional. Es el creador de Un espacio Geográfico, canal de YouTube y sello editorial dedicado a la divulgación y la enseñanza de la Geografía.
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